Regateo y oleaje rumbo al paraíso

Crónica

República Dominicana está llena de paisajes naturales realmente impactantes, pero si hay una región que destaca especialmente por su exuberante vegetación esta es la península de Samaná. 

La variedad de posibilidades para descubrir este territorio es muy grande, y suele alejarse del turismo de masas debido a su difícil acceso. De hecho, si observas el mapa de la península, se ve que hay muy pocas carreteras. Aun así, hay regiones más desarrolladas. Una de ellas es las Terrenas, el bullicioso pueblo del oeste de Samaná caracterizado por su multiculturalidad y su movido ambiente nocturno. 

Pero hoy no vengo a hablaros de Las Terrenas. Esta vez mi pareja y yo nos dirigimos a Santa Barbara de Samaná, la capital de esta provincia. Aunque suene contradictorio, llegamos al pueblo más grande de la provincia en búsqueda de los secretos mejor guardados de Samaná, aquellos en los que el macro turismo aún no ha podido llegar. Y Santa Bárbara es el punto de partida más accesible para llegar a estos rincones.

Una vez allí, paseamos por el pueblo y observamos el contraste de esta población: sus calles pintorescas en el interior, en las que se desarrolla la vida cuotidiana de la gente local; y por otro lado el malecón, donde se encuentran numerosos restaurantes, bares y discotecas, además de ser el punto de salida de muchos tours destino a lugares de interés como Cayo Levantado o el parque Nacional de los Haitises. Como he dicho anteriormente, el turismo de masas no abunda en esta región -no ves grandes resorts de todo incluido- pero los tours son obligados para llegar a ciertos sitios, ya que llegar nadando no es una opción.

Nuestro destino no era ni Cayo Levantado ni los Haitises, sino una playa remota y virgen rodeada de cocoteros, y aguas cristalinas de tonalidad verde esmeralda: Playa Ermitaño. Este rincón al borde de la selva tropical solo es accesible en bote. Para llegar, hay que salir de la playa de El Valle, una pequeña población en la que montañas verdes y mar se unen, formando un paisaje espectacular. El Valle está a unos 20 minutos de Santa Bárbara.


Andando desde nuestro apartamento, llegamos al malecón. Ahí encontramos numerosos motoconchos, típico transporte de República Dominicana en el que conductores de moto se ofrecen a llevarte a donde desees después de negociar un precio. Es verdad que hay tours que llevan a pequeños grupos a playa Ermitaño, incluyendo el traslado a El Valle y el bote, pero si tienes mano para el regateo puedes llegar por un precio más económico, ya que no hay agencias de por medio que se lleven comisión. Cabe aclarar, pero, que dejarlo todo en manos del regateo tiene sus riesgos, de los que hablaré más adelante.

Así que eso hicimos. Negociamos un precio razonable con un hombre de un parecido impresionante a Marsellus Wallace, el gánster de la película Pulp Fiction, y nos dirigimos a El Valle. Como no llegó a mencionarnos su nombre, lo llamaremos “Marsellus”. “Marsellus” nos llevó en una moto con un pequeño carrito de remolque
en el que cabíamos dos personas, lo que acentuó más aún la sensación de aventura. El trayecto fue a través de una carretera estrecha, con subidas y bajadas. Pasamos por una gran balsa de agua “que abastece a todo Samaná”, según “Marsellus”.

 

Fuimos cruzando pueblos con colmaditos y pequeños negocios que los locales tienen en sus propias casas, como fruterías o salones de belleza. Estos pueblecitos se forman todos al lado de la carretera, para poder moverse por ella principalmente en moto. Se podían ver niños conduciendo. Pudimos corroborar, también, que el béisbol, deporte nacional, llega a cada rincón del país. Pasamos por un pequeño, y precioso, campo de juego rodeado de vegetación.

Una buena amiga dominicana una vez me dijo que en los pueblos parece que el tiempo no pasa. Cuando observaba a la gente de estos pueblecillos, sentada en la típica silla verde con el logo de la cerveza nacional Presidente, observando la vida pasar, con la bachata añeja sonando de fondo en el colmado de al lado, me transmitía esa sensación de pausa. Este ritmo de vida contrasta con el caos que se vive en la frenética capital,
Santo Domingo. Aun así, no se veía miseria, como si he percibido en otras zonas del país, pero si una vida sencilla. Me pregunté por qué esta gente no prueba de ir a Santa Bárbara, donde pueden encontrar mayor actividad económica debido al turismo, pero rápidamente entendí que son personas criadas entre valles y vegetación, y no parecen necesitar ese ajetreo para vivir tranquilos y felices.

Una vez llegamos a la playa de El Valle, nos impresionó el paisaje natural que formaban las verdes montañas de densa vegetación arropando la costa del mar, en el que desemboca el río Caletón. Todo precioso, pero, como dije anteriormente, negociar con un motoconcho o una lancha sin tener ningún tour reservado tiene ventajas, pero también sus riesgos. “Marsellus” nos había prometido que, a pesar de ser las 11h de la mañana, encontraríamos botes que nos llevaran a Playa Ermitaño. Al llegar a la playa de El Valle, vimos que no había ninguno disponible a esas horas. ¿Se podría decir que el bueno de “Marsellus” nos estafó? Se podría decir.

Lejos de desanimarnos, pasamos el día en El Valle. Nunca hubiéramos imaginado que esa playa nos ofrecería semejante paisaje, imponente e ideal para conectar con la naturaleza y explorar la zona. Esa experiencia fue relevante para darnos cuenta que, cuando viajas, se puede tener un plan o una idea, pero sin frustrarse si no sale como se había previsto. Hay que tener la mente abierta y estar atento a nuevas posibilidades.

Hay mil factores que pueden modificar tu ruta e incluso en el mismo viaje pueden darse nuevas situaciones y casualidades que hacen que tu viaje dé un giro único. No solo descubrimos una playa maravillosa que pensábamos que solo sería un paso para llegar a destino, sino que también nos asombró la preciosa ruta hacia ella. A veces lo más importante es disfrutar del camino.


De vuelta a Santa Bárbara con “Marsellus”, pudimos renegociar un precio para volver al día siguiente, esta vez temprano, para poder coger una lancha dirección Ermitaño. Logramos convencerle de que nos llevara a mitad de precio, además de venirnos a buscar a nuestro apartamento .

Así fue. Llegamos a El Valle temprano, y “Marsellus” nos presentó al capitán de una lancha. Negociamos con él y nos dirigimos hasta Playa Ermitaño. El camino no fue plácido precisamente. Las grandes olas y el viento hicieron brincar el bote en más de una ocasión, pero logramos llegar sanos y salvos. Si permitís que me adelante, la vuelta fue peor.

El caso es que llegamos a Playa Ermitaño y el capitán del bote se fue para recogernos más tarde, y la verdad es que las descripciones que habíamos leído y escuchado se quedaron cortas. Yo venía cansado de estar terminando trabajos universitarios la noche anterior, pero esta maravilla perdida me hizo desconectar y relajarme de manera absoluta.

Antes de pisar su arena, siempre había pensado que es prácticamente imposible estar solo en una playa paradisíaca. Nosotros lo logramos durante una hora, en la que pudimos disfrutar como niños y dar las gracias a la vida por ese momento. Nuestra única compañía era el mar delante, y la selva tropical detrás. Creo que pocas veces he estado en armonía con la naturaleza de esta manera. Pasada esa hora mágica, llegó un bote con unas 10 personas que nos recordó que hay más gente en el planeta Tierra.

Un rato más tarde el capitán nos recogió, y de vuelta rápidamente nos dimos cuenta de que el mar estaba aún más movido. Hubo un momento en el que pasamos cerca de un acantilado y las olas rompían con más dureza que nunca. Intentamos mantener la calma, hasta que el capitán señaló el acantilado con el dedo al grito de “¡la brisa, la brisa! Hasta ese momento, estábamos tensos, pero con la confianza de que el capitán tenía la situación controlada. Después de esos gritos, reconozco que pasé miedo. Por suerte, pudimos llegar a la costa. “¿Aquí siempre está así el mar?, pregunté al capitán. El negó rotundamente con la cabeza mientras se secaba el agua y el sudor de la frente con muestras de alivio en la expresión de su rostro. Admiro el mar, pero nunca había deseado tanto pisar tierra firme.

Fueron un par de días de aventura y conexión con la naturaleza inolvidables, en los que además de explorar nuevos horizontes, pudimos entender otras maneras de vivir. El destino final del viaje fue increíble, pero el camino y aprendizajes de este fueron reveladores.

Aventura

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